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LA PIEL ANDINA - Reflexiones en tempo Tayrona


Pienso que el territorio es la piel de la historia humana. Es esa capa superficial en que podemos tocar suavemente a veces y otras es áspera y seca, podemos verificar cicatrices tanto recientes como profundas, contar cuantas pecas y lunares tiene, encontrarnos con heridas abiertas y otras que van cerrando. Es, en definitiva, esa “película” viva que nos cuenta qué ha pasado por ahí.


Hace unas semanas hice la caminata a Teyuna – la Ciudad Perdida de los tayronas – porque estoy obsesionada con Los Andes. Y cada vez que vuelvo a conocer un rincón de esta columna vertebral del continente, me hace más sentido mi fanatismo: en Los Andes todo lo que ha pasado salta mucho más a la vista que en tierras planas, porque todo lo que ahí sucede es concentrado e intenso.


Mi primera impresión al empezar a caminar en Machete Pelao fue la cantidad de campos abiertos y verdes donde no crecía nada. Le pregunté a Francisco, el guía indígena que me acompañaba, que qué eran esos prados en medio de la selva, y me respondió lo que temía: “allí habían cocales y no crece nada más después de que los aviones gringos le tiraran ácido encima”. “En Perú igual”, le dije. Eber, un poblador de El Sauce, cerca de Tarapoto, capital del MRTA, me contó la misma historia hace algunos años. “Ahí no crece más nada”, fue su sentencia de muerte.


Es impresionante pensar en esas miles de vértebras desde ese norte tropical hasta esa cintura amazónica, quemadas para siempre.

Si bien es cierto que la vida y los tiempos del territorio son mucho más largos que los del hombre y eso no lo hemos sabido integrar todavía muy bien a las acciones que tenemos como humanidad, sí salta a la vista cómo hemos “naturalizado la desnaturalización” de nuestro cuerpo con esa piel viva que es la que realmente nos permite la existencia.


Para Francisco todo lo que le contaba era de extraterrestre (y de algún modo lo era en esas tierras tan desconectadas). Me miraba impresionado de que yo viviera en un desierto. No entendía que no cayera agua del cielo, que no crecieran “matas” “así, solitas”, ni que viviera tanta gente, tan apretada. Toda la razón: 11 millones de personas viviendo en un desierto sin agua, sin lluvia, sin “matas” que crecieran solas es una locura.


En el camino a Teyuna, Francisco me mostró frutas, plantas, personas y costumbres. Me relató su infancia y su tiempo, la entrega de su poporo, cómo le enseñaron en esa ceremonia a entender el mundo, a sembrar, a cosechar, a agradecer a la tierra y al cielo, a pedir agua y a tener respeto por lo que les da la vida. También había una pareja de pianistas que iba conmigo y que imitaba cada pájaro nuevo que se escuchaba en el camino. Le ponían sonido, eco y ritmo a esos paisajes que han alimentado la vida y la memoria de miles de almas tayrona que han caminando esa sierra por siglos.


Un amigo me dijo alguna vez que los arquitectos dominaban el espacio y que la literatura y la música dominaban el tiempo. Esto me quedó claro con el tempo Tayrona que provocaron los pianistas en nosotros al caminar. Pero es cierto también que en nuestras acciones territoriales, el espacio ya no puede ser mirado como algo estático: el proceso y el tiempo es la clave para entender esta piel como un ente vivo que, con cicatrices y heridas, sigue siendo donde vivimos. Pareciera que el tiempo de Los Andes es a pie. Porque no hay otra. A la Ciudad Perdida son cuatro días, ni más ni menos. No es casualidad que el Qhapaq Ñan haya sido siempre para caminar.


Más allá de la nostalgia de si realmente se vive mejor en la Sierra Nevada o en la ciudad, lo cierto es que ya todo el territorio ha sido tocado y no existe más tierra virgen en Los Andes. Ya no es una cosa de urbanización, las heridas las podemos hacer en lo más remoto del territorio con glifosato y acabarlo para siempre. Es por esto que debemos hacernos más conscientes de esta piel que nos permite caminar, sentir, tocar y, en definitiva, existir en estas profundas e intensas montañas.


Texto e imágenes: Javiera Infante ©


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